La seguridad no se construye insultando a la policía

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El vicepresidente de Bolivia, Edmand Lara.

El flamante vicepresidente de Bolivia, Edmand Lara (es un expolicía), calificó a la Policía de su país como “una de las más corruptas de Latinoamérica”.

Por Alberto Rubén Martínez (*)

Más allá del contexto boliviano, la escena revela una “manía” regional: hacer carrera política agraviando a las instituciones y al colectivo policial en bloque. Desde la Doctrina de la Sospecha Permanente, es un atajo peligroso que destruye confianza y debilita la seguridad que dice defender.

Un vice que debuta con una bomba

El recientemente asumido vicepresidente Edmand Lara —expolicía, abogado y activista anticorrupción— declaró sin matices que la Policía Boliviana es “una de las más corruptas de Latinoamérica”, y que “están utilizando la ley y el uniforme para robarle a la población”, calificando de “vergonzoso” el accionar actual de la institución.

No habló de jefes concretos, de causas, de estructuras, de pruebas. Habló de “la Policía”, en general. Una condena global, abstracta y cómoda: el viejo recurso de pegarle a la institución entera para mostrar “mano dura” contra la corrupción… sin hacerse cargo de la complejidad del problema.

Lara tiene una biografía atravesada por conflictos reales con la propia institución —denuncias, sanciones, persecución, militancia anticorrupción—, pero eso no lo autoriza a convertir a todo el cuerpo policial en un chivo expiatorio permanente. Ahí es donde la crítica deja de ser necesaria y se vuelve funcional a otra cosa.

La “manía” latinoamericana de agraviar al colectivo policial

Lo que pasa en Bolivia resuena en toda la región:

  • Ministros que hablan de “cárteles policiales” como si toda la fuerza fuera una asociación ilícita.

  • Gobernadores que acusan en bloque: “la policía es parte del problema, no de la solución”.

  • Campañas electorales que usan al uniformado como escenografía: foto para la propaganda, insulto para la tribuna.

Hay un patrón:

  1. Se generaliza: “la policía es corrupta”, “la fuerza está podrida”.

  2. Se ahorra trabajo: no se distingue entre responsables políticos, mandos, sistemas de ascensos, sueldos miserables, falta de controles, etc.

  3. Se instala sospecha estructural: toda persona con uniforme pasa a ser “sospechosa por defecto” ante el poder político y ante la ciudadanía.

Es exactamente la lógica que venimos describiendo como Doctrina de la Sospecha Permanente: gobernar a través de la desconfianza sistemática sobre quienes deberían ser reconocidos como trabajadores del Estado al servicio de la comunidad, no como enemigos internos.

Seguridad y confianza: dos palabras que van juntas o no van

La imagen que debería acompañar esta editorial no es la del político gritando ante cámaras, sino otra muy simple: un policía y un vecino mirándose a los ojos, confiando lo suficiente como para compartir la calle y la vida cotidiana.

Porque la seguridad —la real, no la declamada— descansa en tres soportes básicos:

  1. Confianza de la comunidad en sus fuerzas de seguridad.

  2. Confianza del policía en que el Estado no lo va a usar de fusible ni de chivo expiatorio.

  3. Confianza interna dentro de la propia institución para poder denunciar sin ser destruido.

Cuando un vicepresidente dice a micrófono abierto que su policía es “una de las más corruptas”, sin matices, está tocando directamente los tres pilares:

  • La comunidad escucha: “no confíes en tu policía, son todos corruptos”.

  • El agente de base escucha: “para este gobierno, soy descartable y sospechoso por definición”.

  • El mando intermedio entiende el mensaje: “sobrevivir será cuestión de acomodarse al poder de turno”.

Eso no es luchar contra la corrupción: es sembrar sospecha como método de gobierno.

Crítica necesaria no es lo mismo que agravio masivo

Que haya corrupción en las fuerzas de seguridad no es novedad para nadie.
La pregunta es cómo se la combate:

  • Con investigaciones serias, auditorías externas, trazabilidad del dinero, control ciudadano.

  • Con salarios dignos y reglas claras, para que el policía no dependa de favores.

  • Con protección efectiva a quienes denuncian, para que los Laras de la región no terminen presos o expulsados mientras los verdaderos corruptos ascienden.

Eso es muy distinto a pararse frente a los micrófonos y condenar a todo un cuerpo como si fuera un tumor social. Ese gesto “heroico” alimenta el rating, pero no cambia un solo expediente; al contrario, desordena aún más la relación entre ciudadanía y policía.

Desde la lógica de la Doctrina de la Sospecha Permanente, este tipo de discurso cumple una función política clarísima:

En lugar de asumir responsabilidad estatal, se desplaza toda la culpa al último eslabón de la cadena (el policía de calle), se militariza el lenguaje y se justifica cualquier “reforma de choque” que venga después.

La factura que paga la comunidad

Las palabras de un vicepresidente no se las lleva el viento; las paga alguien. ¿Quién?…

  • Las familias que dejan de denunciar por miedo a que “la policía esté arreglada”.

  • Los policías honestos que vuelven a sus casas con la sensación de ser indignos de la confianza pública.

  • La juventud que podría pensar en una carrera en seguridad y termina huyendo de una institución estigmatizada.

La sospecha institucionalizada tiene un efecto boomerang:  aumenta el aislamiento del policía, alimenta la tensión en la calle y refuerza la idea de que el único lenguaje posible es la fuerza bruta… justo lo contrario de lo que necesita cualquier democracia.

De la sospecha a la confianza soberana

Si de verdad se quiere encarar una reforma profunda de la policía —en Bolivia, en Argentina o donde sea—, el punto de partida no puede ser el agravio generalizado. Tiene que ser una frase mucho más difícil de sostener, pero infinitamente más honesta:

“Sabemos que hay corrupción y complicidades, pero también sabemos que sin la policía no hay seguridad posible. Vamos a depurar, a cuidar y a dignificar al mismo tiempo”.

Eso exige construir lo que llamamos una Doctrina de la Confianza Soberana:

  • Confianza como decisión política,

  • Como diseño institucional,

  • Apuesta ética por el trabajador uniformado y por la comunidad.

La verdadera valentía no está en insultar a la institución desde un atril, sino en poner el cuerpo para cambiar las reglas de juego sin destruir la dignidad de quienes, todos los días, salen a la calle con un uniforme, un sueldo corto y una vida que también quiere ser vivida en paz.

Al final del día, la pregunta no es si la Policía Boliviana —o la de cualquier país— tiene problemas de corrupción. Esa respuesta ya la sabemos.

La pregunta que hay que devolverles a los políticos que aman la cámara es otra:

¿Van a seguir gobernando desde la sospecha, o se van a animar, por una vez, a gobernar desde la confianza y la responsabilidad propia?

«Quien quiera oir que oiga»

(*) Periodista. Licenciado en Seguridad Pública. Autor del libro «La Doctrina de la Confianza Soberana»

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