Por Alberto Martínez (*)
En las cárceles de Mendoza, un juez acaba de prender una chispa que reaviva un viejo y espinoso debate: ¿pueden los presos tener celulares? La respuesta, a primera vista, parece sencilla para muchos. Pero como toda pregunta que toca los márgenes del poder punitivo, esconde una complejidad que merece ser desnudada con rigor.
El fallo del juez Sebastián Sarmiento, que suspendió la quita de celulares en dos unidades penitenciarias mendocinas por incumplimientos del Estado en garantizar canales de comunicación alternativos, vuelve a interpelarnos: ¿qué pesa más en democracia—la seguridad colectiva o los derechos individuales?
La pregunta es engañosa, porque no se trata de elegir entre uno u otro. Se trata de reconocer que ambos son derechos esenciales, y que el Estado debe garantizar un equilibrio razonable. La seguridad pública no puede lograrse a costa de la anulación de derechos básicos de las personas detenidas. Pero tampoco puede tolerar que, en nombre de esos derechos, se habiliten herramientas que se han probado funcionales al crimen organizado.
No se trata del celular. Se trata del Estado.
Lo que el fallo de Sarmiento revela no es una defensa ingenua de los teléfonos móviles en prisión, sino algo más profundo: la incapacidad estructural del sistema penitenciario para garantizar los derechos que la ley reconoce. Si no hay dispositivos tecnológicos institucionales suficientes, entonces quitar el único medio de contacto—por precario que sea—es, en los hechos, aislar al interno del mundo exterior.
Aislarlo del vínculo familiar, de su abogado, de su defensor, de su posibilidad de denuncia. Y también, claro está, de su futuro.
Pero aquí el otro lado del espejo no puede ignorarse: los celulares también son armas. No en el sentido tradicional, pero sí como instrumentos de poder para el delito: extorsiones, amenazas, estafas, tráfico de influencias. Negarlo sería infantil. Lo han demostrado múltiples investigaciones. Por eso, la solución no es ni la autorización indiscriminada ni la prohibición ciega. Es el control estatal con infraestructura y tecnología.
Comunicación sí, impunidad no.
En tiempos donde la ciudadanía exige justicia rápida, penas ejemplares y cárceles seguras, ceder en el plano simbólico genera ruido. Pero no se debe confundir derecho a la comunicación con permisividad delictiva.
El acceso a canales institucionales, regulados, controlados, no debilita al sistema penitenciario. Lo fortalece. Porque le da legitimidad. Porque evita la clandestinidad. Porque lo obliga a cumplir con su deber: no castigar más allá de la sentencia.
Negar ese derecho—cuando no hay mecanismos alternativos—es un castigo no escrito. Un exceso. Una mancha legal. Y los excesos, como bien sabemos, son terreno fértil para los abusos.
El desafío pendiente: políticas públicas penitenciarias del siglo XXI
En todo este debate, el gran ausente es el Estado como planificador. Seguimos debatiendo los efectos sin asumir las causas. No hay inversión en tecnología penitenciaria. No hay acceso real a videollamadas seguras. No hay infraestructura humana ni digital suficiente. Y cuando no hay, se reemplaza por lo que hay: un celular viejo, sin control, sin límite, pero que permite hablar con la familia.
Si la política carcelaria se sigue limitando a resolver con requisas lo que debería resolverse con planificación, entonces el problema no está en el teléfono. Está en la política.
El equilibrio es posible, pero exige Estado
El juez mendocino nos recordó con crudeza una verdad incómoda: el Estado no puede prohibir lo que no está dispuesto a reemplazar. Si no hay dispositivos suficientes, no hay justificación jurídica ni ética para quitar los celulares sin más.
Pero el otro extremo—liberarlos sin regulación ni control—también sería irresponsable.
Lo que se necesita es lo que casi nunca se ofrece: una política pública penitenciaria que piense en serio el equilibrio entre derechos y seguridad. Con tecnología estatal, con normas claras, con reglas firmes y con humanidad.
La cárcel debe ser encierro, pero no desconexión. Castigo, pero no silencio.
Justicia, no venganza.
(*) Periodista. Licenciado en Seguridad Pública. Especialista en justicia y derechos laborales de los trabajadores policiales y penitenciarios.
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